Por Abraham Santibáñez M.
Aunque con más timidez que la recomendable, ha estado circulando en redes sociales la historia de Elizabeth Holmes, una exitosa “emprendedora” norteamericana. De palabra convincente y figura atractiva, Holmes logró en poco tiempo construir Theranos, una muy exitosa empresa tecnológica. Su producto estrella era “The Edison”, un portentoso laboratorio móvil de formato reducido que, con un solo pinchazo, podía realizar unas 200 pruebas de diagnóstico.

Era el cumplimiento de una aspiración que reveló muy niña. Cuando tenía apenas 9 años de edad, le escribió a su padre una carta en la que anticipaba que deseaba “descubrir algo nuevo, algo que la humanidad creía incapaz de hacer”. Elizabeth recordó esta misiva en 2015, cuando la revista Forbes la nombró la emprendedora multimillonaria más joven del mundo, con una fortuna valorada en 4.500 millones de dólares.

Poco después, sin embargo, la SEC, Comisión del Mercado de Valores de EEUU, determinó que todo era un gran engaño: “The Edison” no funcionaba como se había dicho ni había sido utilizado por las tropas norteamericanas en Afganistán.

Todo esto se supo hace tiempo, pero mientras se espera que Elizabeth Holmes sea llevada a juicio, la noticia reventó las redes sociales: se publicó un libro (Bad blood, Mala sangre en castellano), una película y un documental de HBO: “The inventor: out for blood in Silicon Valley” que demolieron su prestigio y plantearon serias dudas acerca de la seriedad de quienes confiaron en ella. Más allá de su audacia, lo que quedó en claro fue su habilidad para convencer a inversionistas de alto vuelo acerca de las maravillas de su descubrimiento. Inspirada en Steve Jobs, Elizabeth viste permanentemente de negro riguroso con un beatle de cuello alto. Probó su eficacia vendedora, recaudando 700 millones de dólares entre personajes tan variados como el ex presidente Bill Clinton, el ex secretario de Estado Henry Kissinger y el magnate periodístico Rupert Murdoch.

La pregunta es cómo esta audaz emprendedora pudo engañar a tanta gente de probada experiencia, buena formación y reconocida capacidad intelectual. En comparación, los montos involucrados en algunos casos chilenos -Rafael Garay y Alberto Chang, entre otros- parecen ridículamente pequeños.

Adicionalmente, la gran reflexión que suscitan estos casos es, una vez más, acerca de la formación que permitió el engaño. Aunque siempre ha habido estafadores en el mundo financiero, lo que hay ahora son delitos que se facilitan por el desarrollo tecnológico. No hay conciencia ética en los delincuentes y falta cuidado es las víctimas. Se trata, fundamentalmente del fracaso de la educación en todos sus niveles. Personas destacadas en su oficio, inteligentes y exitosas, son incapaces de analizar serenamente lo que se les ofrece sin dejarse deslumbrar por la facilidad de expresión, la seguridad de sus argumentos o la atractiva simpatía de quien le ofrece un gran negocio. Las nuevas tecnologías son una maravillosa posibilidad, pero como todas las cosas, hay que manejarlas con prudencia.

Es un error creer que todo el “progreso” viene de California y sus alrededores. Recordemos que en el mismo estado están Silicon Valley y Hollywood, la tradicional fábrica de sueños.

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