Por Abraham Santibáñez M.

Aunque de tiempo en tiempo revive el debate acerca de la riqueza del Vaticano, el problema no está en sus espléndidos tesoros sino en su administración y el poder asociado. La Curia Romana, como responsable del manejo interno de la Iglesia Católica, ha sido objeto de fuertes críticas. Se esperaba que el Concilio introdujera reformas profundas. No ha sido así, sin embargo.

La falta de acuerdos significativos tras la reciente reunión de representantes de todo el mundo católico ante los abusos contra menores, es el resultado de una actitud monolítica en el centro del poder. No es el único problema, pero se ha convertido en el más importante.

El Papa Francisco ha sido incansable en su esfuerzo por lograr un cambio profundo. Lo planteó desde el comienzo de su pontificado y lo ha reiterado de tiempo en tiempo. Hace poco más de un año fue extraordinariamente duro: expresó que la comunión alrededor del Papa “es muy importante si se quiere superar la desequilibrada y degenerada lógica de las intrigas o de los pequeños grupos que en realidad representan, a pesar de sus justificaciones y buenas intenciones, un cáncer que lleva a la autorreferencialidad, que se infiltra también en los organismos eclesiásticos en cuanto tales y, en particular, en las personas que trabajan en ellos”.

Confirmando que todo tiene que ver con todo, el Papa acaba de perder el puntal de su gestión financiera, el ahora ex cardenal George Pell. Era el Prefecto de Economía, hasta que la justicia australiana lo juzgó y condenó por haber violaciones y abusos de niños en la década de 1990. Aunque estos hechos no se conocían, Pell nunca tuvo la confianza de la curia romana.

Ha sido un largo combate.

Hace 60 años, cuando Juan XXIII convocó a un Concilio Ecuménico para permitir la entrada de “aire fresco chocó con mucha desconfianza. En 1962, en la inauguración del Concilio, expresó que la idea “fue como un rayo de luz de lo alto, una gran dulzura en los ojos y en el corazón y… al mismo tiempo, un fervor, un gran fervor que se despertó repentinamente por todo el mundo. Iluminada la Iglesia por la luz de este Concilio crecerá en espirituales riquezas y, al sacar de ellas fuerza para nuevas energías, mirará intrépida a lo futuro”.

En cuatro “sesiones” anuales hasta 1965, los trabajos del Concilio culminaron con una serie de documentos en los cuales queda en evidencia el choque de posiciones. En 1964, 17 cardenales, entre los cuales estaba el arzobispo de Santiago, Raúl Silva Henríquez, le hicieron presente al Papa su preocupación por un eventual retroceso en el logro de los objetivos. Al final, se mantuvo el equilibrio de fuerzas entre tradicionalistas y progresistas.

En el decreto “Christus Dominus”, un texto fundamental, se estampó la gran aspiración, convertida en mandato conciliar:

Desean los Padres conciliares que los dicasterios (de la Curia Romana)… sean reorganizados según las necesidades de los tiempos y con una mejor adaptación a las regiones y a los ritos, sobre todo en cuanto al número, nombre, competencia, modo de proceder y coordinación de trabajos”.

Como decimos en Chile, más claro, echarle agua. Pero, pese al tiempo transcurrido, no está claro, a estas alturas, cuanto se ha avanzado en esta materia.

 

 

 

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