Por Juan López Baldomás

Juan Hernán Miranda Casanova, nacido en Quillota el 22 de noviembre de 1941; nos ha dejado este 21 de diciembre; conocido por sus pares como el poeta silencioso, fue mucho más que un vate; fue alquimista de signos y cartógrafo del espíritu. Un errante entre mundos visibles e invisibles, Miranda supo transmutar lo común en mito y lo adverso en epifanía. Cada verso suyo fue un conjuro, cada palabra, una llave para abrir las puertas de lo eterno. Luis Enrique Délano, al hablar de su obra inaugural, “El Arte de Vaticinar” (1970), lo describió con precisión: “Una voz que vibra en el eco de lo vivido, transformando encuentros humanos en la esencia que origina su poesía”. Esa esencia, invisible para la mirada fugaz, era su brújula, su llamado, su fuego secreto.

Miranda, quien desde la prensa de La Moneda ( Había ingresado en 1970) atestiguó los engranajes del poder hasta el golpe de 1973, fue más que un testigo: fue un sobreviviente cuya existencia se forjó en la intersección entre literatura, docencia y lucha política. Como si las cenizas del pasado lo moldearan, su vida fue testimonio de reinvención constante: “Soy el resultado de una tríada: educación, literatura y experiencia política,”;  decía con  su sonrisa cómplice y su mirada penetrante que lo caracterizaba. Desde su infancia, su pluma fue su refugio. Amanda Puz lo veía como el heredero natural de Parra y Lihn, pero con una fuerza única: un vaticinador que, aún en los tiempos más oscuros, iluminaba con el fulgor de la resistencia poética.

Miranda encarnó el drama del errante: fotógrafo de revistas femeninas, guionista de Condorito, viajero a dedo por América Latina. Fue un observador de lo sublime y lo grotesco, una conciencia nómada entre las sombras y las luces. En su poema El Dragón de Santiago, indagó en los miedos y guerreros de cada era, preguntándose si el fuego de cada dragón era la chispa que encendía revoluciones internas y colectivas. Allí residía su grandeza: transformar las preguntas más íntimas en un espejo donde se reflejaban las contradicciones de su tiempo.

El legado del Dragón

Su legado no se detiene en sus poemas; su vida misma fue un acto poético. Hernán Montealegre, también periodista y escritor, lo evocó en su jaula del zoológico (1984), escribiendo como un homo sapiens que desafiaba su confinamiento, un acto de arte brutal y lúcido. En tiempos de dictadura, esa imagen resuena como símbolo de resistencia: el poeta encarcelado, pero con su palabra ardiendo. Y, sin embargo, también supo ser lúdico: en 1989, lanzó una candidatura “callampa” al Congreso, desnudando la solemnidad política con ironía corrosiva, un recordatorio de que hasta los gestos más aparentemente absurdos pueden ser trincheras de libertad.

Hernán Miranda no solo escribió poesía, la vivió. Su huella no se limita a los versos; es también la de un defensor inquebrantable de la cultura. Rescató espacios como el teatro Camilo Henríquez , modernizando la biblioteca Joaquín Edwards Bello, del emblemático edificio de Amunategui 31. Hoy, el salón de actos del Círculo de Periodistas lleva con orgullo su nombre.

En sus últimos años, Miranda reflexionó sobre la muerte en Memento Mori (2023), un canto sereno sobre los ciclos que se cierran y el fuego que nunca se apaga. Poeta de la belleza y la verdad, nos deja un legado incandescente, un llamado a resistir con creatividad, a enfrentar dragones con palabras que escupan fuego. Su memoria es faro y llama, guía y consuelo, un acto infinito de creación que sigue ardiendo en el corazón de quienes nos encontramos con su obra.

Sin embargo, el Estado chileno le quedó debiendo. Postulado al Premio Nacional de Literatura, en varias oportunidades, nunca le fue otorgado. Pero el reconocimiento más importante, ese que no otorgan las instituciones, lo tiene: su voz resuena como un eco en la memoria de Chile, un país que aún necesita poetas valientes y transgresores como él.

Hoy despedimos a Hernán Miranda con la misma reverencia con la que él, a los quince años, despidió a Gabriela Mistral en la Casa Central de la Universidad de Chile. En aquel momento imborrable, él descubrió la eternidad en la poesía, y esa misma eternidad es la que él nos deja.

Miranda no ha muerto; su fuego sigue vivo. Lo imaginamos, indómito, caminando entre versos y cenizas, un dragón eterno que sigue iluminando el alma de Chile y de todos aquellos que se atreven a soñar.

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