Los Tedeum de estas Fiestas Patrias reflejaron la honda crisis espiritual que vivimos los chilenos. En Santiago, la Iglesia católica convocó a pocas autoridades y apenas a un puñado de curiosos al acto oficial en la Catedral.

En su momento, La Moneda puso en duda la asistencia del Presidente si no se garantizaba la no comparecencia del cardenal Ezzati. En la vereda religiosa del frente, tampoco hay claridad. Al revés del año pasado, cuando la Presidenta Bachelet debió soportar duros embates verbales de los dueños de casa, esta vez las descalificaciones no ocurrieron dentro de la catedral evangélica. Las críticas se expresaron crudamente puertas afuera pero no en los mensajes oficiales.

Se podría pensar -y temer- que las grandes batallas “valóricas” que vienen se darán en público sin pudor ni recato. El largo predominio de la jerarquía católica, apoyada por laicos ilustrados, gozó de una tribuna privilegiada en la prensa y en la llamada “clase dirigente”. Ahora, al cabo de un largo proceso de deterioro terminó por perder tan valiosos instrumentos.

La crisis católica se resume en el hecho insólito de que todos los obispos están renunciados hace meses y apenas hay cinco, a los que se agregaron dos el fin de semana, cuya suerte ya está decidida. Es obvio que para el Papa Francisco no ha resultado fácil llenar las vacantes cuando enfrenta terremotos parecidos en otros lugares del mundo. Igual que en esos otros lugares, las denuncias contra sacerdotes abusadores y pedófilos se han traducido en una grave pérdida de autoridad moral. En Chile, la educación católica no ha sufrido tanto por las políticas públicas, sino por el rechazo que generan los abusos sacerdotales contra niños y niñas. Pero no solo eso: los grandes bastiones: -la oposición al divorcio, al aborto, al reclamo de la identidad sexual y contra el homosexualismo- se han derrumbado, corroídos fundamentalmente por el profundo cambio de la sociedad no advertido a tiempo.
Esta realidad es, sin duda, dolorosa y desconcertante para los creyentes. Ya hay grupos de laicos católicos que se están reorganizando, pero requieren del apoyo de los obispos -paralizados por la incertidumbre- o del propio Papa cuyas señales son confusas. Es sintomático que Raúl Hasbún, un sacerdote conservador, anuncie que va a apelar en el caso de Cristián Precht despojado desde Roma de su investidura sacerdotal.

En la vereda del frente, hay cristianos no católicos -como se ha visto en los últimos días- dispuestos a recoger las banderas valóricas. Es difícil anticipar lo que vendrá. Algunas confesiones evangélicas están dispuestas a dar la lucha con las armas tradicionales del diálogo y el respeto al adversario. Pero hay también quienes creen que la violencia verbal -incluso física- es una herramienta legítima de convencimiento.

Por eso no sorprende que los guardaespaldas del obispo Eduardo Durán agredieran a los periodistas tras el Tedeum evangélico mientras en las afueras del templo el pastor Sabino Larenas encabezaba un grupo que gritaba su descontento contra el Presidente “que vino y nos mintió”. Días más tarde, el “18”, en la Plaza de Armas, otros grupos beligerantes motejaron al Presidente Piñera de traidor.
Es una manera contradictoria de defender valores.

Por Abraham Santibáñez Martínez
Premio Nacional de Periodismo

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