Por Héctor Véliz Meza
El Diccionario Oxford eligió el adjetivo “tóxico” como vocablo del año y la Fundación del Español Urgente se inclinó por “microplástico”. Hoy me preguntaron desde un medio de comunicación cuál era la que yo escogía y me decanté, sin dudarlo, por “ignorancia”.
¿Por qué?
Hace un par de años me alejé de la docencia porque sentí que no tenía ningún destino lo que estaba haciendo. Los estudiantes habían descubierto que aprender no tenía mucho sentido, porque, al tener una duda, esta se satisfacía de inmediato consultando Google a través del teléfono. Recuerdo que ese último año en que hice clases en la universidad,varias veces dije a los estudiantes que el teléfono se había convertido en una especie de cerebro externo, que suplía todas las deficiencias y carencias del cerebro humano y que cuando este aparato se olvidaba en casa, su dueño entraba en crisis de pánico, porque quedaba aislado del conocimiento y la orientación y se sentía como un huérfano que ha perdido los sostenes esenciales de su vida. Este fenómeno se conoce como nomofobia, que es el temor irracional a salir del hogar sin el teléfono móvil.
Más de alguna vez me replicaron que el conocimiento no era necesario almacenarlo en el cerebro, dado que existía el teléfono móvil, que es capaz de conectarse con los más importantes centros neurálgicos de información en el mundo y obtener las respuestas que se precisan. Ante esta argumentación, solo me quedaba preguntar ¿y qué pasa si nos quedamos sin batería, se corta la energía eléctrica o perdemos la señal?
Hoy la ignorancia parece no ser un defecto, pero ninguna persona se atreve a decir que es una virtud. La ignorancia, finalmente, se convirtió en una característica esencial y silenciosa del ser humano. No avergüenza, no deshonra, no ruboriza, no preocupa, no inquieta y no le quita el sueño al analfabeto funcional. Escribir con faltas de ortografía, confundir el significado de las palabras, desconocer la historia y geografía del país en que se nació o se vive, pronunciar defectuosamente, no ser capaz de hilar una frase con relativa coherencia y no comprender lo que se lee hoy no provoca pesadumbre ni azoramiento.
La ignorancia, en consecuencia, terminó por instalarse en nuestras vidas, asentarse fuertemente en una nueva manera de ser y de relacionarse con el mundo y se enquistó en lo más profundo y valioso del alma humana, vulgarizando y frivolizando las relaciones. La ignorancia es la barbarie del siglo XXI. Por estas razones, la elegí como mi palabra del año