Por Abraham Santibáñez M
En la euforia de la noche del triunfo del No, en el plebiscito de 1988, hubo mucha gente que se equivocó. Creían que todos sus problemas se iban a resolver de manera mágica, incluyendo los desencuentros matrimoniales, la cesantía y hasta las enfermedades.
Ese no era el sentido de la recuperación democrática. Ni entonces ni ahora.
Muchos, la inmensa mayoría, pensábamos que volveríamos a vivir en un país regido por la razón y no la fuerza, donde el voto de cada ciudadano valdría lo mismo que el de los demás, donde lo que importaría sería el esfuerzo y no una supuesta superioridad moral basada en el dinero o el poder. En resumen, sentíamos que era la alegría que llegaba a un pueblo libre, donde no habría privilegios e imperaría la justicia,
En rigor, se ha logrado mucho en los últimos 30 años. Pero, como sabemos ahora gracias a personas como la ministra Rutherford, todavía enfrentamos abusos del poder, privilegios autoacordados, chilenos que se consideran por encima del resto. Empresarios que sacan a relucir sus títulos universitarios cuando se enfrentan con los “rotos”; uniformados que creen tener el derecho a financiar libremente gastos habitacionales, de alimentación, de viajes y de caprichos superiores al resto de los mortales. Desde Roma se nos dice que la crisis católica es más extensa y profunda de lo que creyentes y no creyentes creíamos. Y hemos sido informados, también, que nuestros representantes en el congreso aparte de gozar de un excelente ingreso mensual, lo refuerzan con sumas adicionales simplemente por ir a su lugar de trabajo.
Incluso una nueva generación, que apareció en escena con todo el fascinante ímpetu de la pureza juvenil, ha terminado por mostrarse cómo es: hace gala de malos modales, aplaude crímenes execrables como el de Jaime Guzmán y se permite desconocer sin razones acuerdos de sana convivencia política.
No está de más recordar en este momento que hace más de un siglo Enrique Mac Iver se preguntaba por la declinación moral que percibía:
“No me es difícil creer que la instrucción secundaria y superior se han generalizado considerablemente en los últimos tiempos; el número de personas ilustradas es más crecido ahora de lo que fue antes; se puede encontrar un bachiller hasta en las silenciosas espesuras de los bosques australes.
Pero ¿será inexacto el hecho de que, estando más extendida la instrucción y siendo más numerosas las personas ilustradas, las grandes figuras literarias y políticas, científicas y profesionales que honraron a Chile y que con la influencia de su saber y sus prestigios encauzaron las ideas y las tendencias sociales carecen hasta ahora de reemplazantes? Hemos tenido muchos hombres de la pasada generación de nombradía americana y aun europea, y me parece que nadie se ofenderá si digo que no acontece lo mismo en la generación actual”.
Y añadía en su famoso discurso titulado “La Crisis Moral de la República”, que diera el 1º de agosto de 1900 en el Ateneo de Chile:
“Hablo de la moralidad que consiste en el cumplimiento de su deber y de sus obligaciones por los poderes públicos y los magistrados, en el leal y completo desempeño de la función que les atribuye la carta fundamental y las leyes, en el ejercicio de los cargos y empleos, teniendo en vista el bien general y no intereses y fines de otro género.
Hablo de la moralidad que da eficacia y vigor a la función del estado y sin la cual ésta se perturba y se anula hasta el punto de engendrar el despotismo y la anarquía y como consecuencia ineludible, la opresión y el despotismo, todo en daño del bienestar común, del orden público y del adelanto nacional.
Es esa moralidad, esa alta moralidad, hija de la educación intelectual y hermana del patriotismo, elemento primero del desarrollo social y del progreso de los pueblos; es ella la que formó en un Washington; es ella la que condujo a nuestra República al primer rango entre las naciones americanas de origen español y que se personalizó en ciertos tiempos, no en un hombre sino en el gobierno, en la administración, en el pueblo de Chile.
Yo no admiro y amo el pasado de mi país a pesar de sus errores y de sus faltas, por sus glorias en la guerra, sino por sus virtudes en la paz”.
Termina el verano. Es hora de enfrentar nuestra realidad con humildad y espíritu de servicio público.